De una manera natural, los padres son la puerta por la que venimos a este mundo, los batientes de la izquierda y la derecha de esa puerta. Son los agentes de este extraordinario tránsito del cuerpo que habitamos. Fijáos en el prodigio: son incontables la cantidad de sucesos que tienen que encadenarse favorablemente para que la vida alumbre a la vida durante un embarazo, y luego para que esa vida prospere, se fortalezca y camine en busca de la felicidad; realmente imposibles de contar. Los padres hacen lo que pueden -es decir: todo lo que saben- para que resulte bien, para que se obre ese milagro que es nuestra propia vida. ¿Quién, sino el amor, podría amparar esta actividad? Los padres, por lo tanto, son las personas más necesarias y resultan las llamas vivas del amor que nos alumbra; de hecho son la representación veraz de esa Luz, y mucho más: de toda la historia de la luz. Nos vinculan con el pasado, hacia la raíz de toda existencia humana, esa que nutre la vida que nos puebla... y si es que queremos dar buen fruto debemos reconocerlo. Honrar a los padres, como emisarios del amor que fue depositado en nosotros y nos mantiene en la vida, es un acto que eleva la propia dignidad de quienes somos
Queridos Mamen y Antonio, o mamá y papá: sé que casi nunca os lo he puesto fácil, ¿qué puedo decir? Os amo con todo mi ser. Gracias, por todo...